Capítulo 12: Reflexiones en el umbral

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Reflexiones en el umbral

¡El peso de la familia abandonada!, Herminio permaneció en el umbral de la estancia, donde estaba alojado, como si necesitase solicitar permiso al tiempo, antes de continuar. No era una pausa física, sino un descanso interior. Se mantuvo inmóvil, permitiendo que los sonidos del lugar se disiparan.

«¿Qué esperas en el umbral?» — resonó una voz a sus espaldas.

Herminio no volvió la cabeza mientras respondía.
«Que el pasado me conceda pasar».

«La leña crujiendo, un vaso llenándose sobre la mesa, la risa apagada de los jóvenes al fondo» — le llegaban como ecos de algo más ancestral. De algo suyo, y a la vez perdido.

Apoyó una mano en el marco de la puerta y, por un instante, pareció buscar en la madera la certeza de su presencia. Aquella vivienda no era suya, pero, aunque pasajera, sí lo era. Al igual que él mismo, nunca concluyó su posesión al todo, pero tampoco se consideró un individuo ajeno.

Reflexiones en el umbral
Reflexiones en el umbral

La familia que dejó atrás: un dolor callado

Entre aquellos murmullos ajenos, Herminio revivió su dilema desgarrador. El hogar en Burgos, una mujer, nombre que no osaba pronunciar, y un hijo que quizá ni lo recordaba.

La culpa, como lastre, había partido hacia Caravaca para expiar sus pecados.

¿Cuáles?

Tal vez la cobardía de huir, o la soberbia de creer que su fe exigía abandonarlo todo. El miedo a necesitar, recordó las veces que rechazó un abrazo con sequedad, no por falta de amor, sino por el terror a echar raíces de nuevo.

¿Cómo abrazar a otros, arrancando a los suyos como una «raíz enferma», dejándose a sí, sin tierra?

 

El precio de la redención

Al emprender su peregrinaje, Herminio creyó que bastaría con caminar para purgar sus faltas. Pero ahora, en ese umbral, enfrentaba la cruda verdad.

«Había confundido sacrificio con renuncia, y fe con fuga». — Pensó.

Los recuerdos le asaltaban, sin piedad, al niño en otra puerta, en otra vida, corriendo hacia él con los brazos abiertos. La mujer que tejía junto al fuego, cuyo rostro se borraba como una pintura al lavarla. La sombra de alguien ausente, ¿su padre? ¿Un hermano? Que le reprochó, incluso en silencio, que eligiera el camino más solitario.

 

La paradoja del peregrino

En Caravaca buscaba el perdón divino, pero ¿quién lo absolvería de haber roto su propia familia? La cruz que veneraba prometía redención, pero no devolvía lo perdido. Y allí, en ese marco de esa puerta, Herminio dudó por primera vez.

¿Era su peregrinación un acto de fe o una condena autoimpuesta?

¿Podría algún día mirar atrás sin que le quemara la garganta?

Jamás mencionó sus nombres, no por vergüenza, sino por sufrimiento. Por el contrario, en noches de tal índole, cuando el ambiente se impregnaba de aromas de mimbre mojado y leña antigua, resultaba imposible no percibir su presencia. Es posible que, en los años recientes, se había instruido con menos rigidez; no solo a trenzar las varas, sino a mantener el espíritu en los dobleces.

Los niños solían abrazarlo al final de las tareas. Anteriormente, se mantenía en silencio, rígido como un poste; en la actualidad, sus brazos demoraban apenas un segundo en reaccionar. No lo llevaba a cabo con eficacia, pero lo realizaba, lo cual, para él, constituía un acto de coraje, que le recordaba el abandono de los suyos.

En la sombra, avanzó un paso más hacia el interior; todo parecía igual y, sin embargo, era diferente. Las cestas suspendidas, los asientos de anea, la diminuta lámpara de aceite junto al zócalo… cada objeto observaba una transformación sutil, como si la estancia también hubiese aprendido a respirar con él.

Se acercó al fuego y se sentó en silencio, solo miró las llamas. El calor calentó sus manos poco a poco, como si todavía no estuviera seguro de merecerlo. Durante el silencio, comprendió que no se trataba de instruir en la existencia, ni de dejar un legado impecable. Sus lecciones más significativas consistían en aprender a permanecer, a compartir lo poco que poseía sin temer ser amado.

Reflexiones en el umbral

 

Un profundo suspiro, casi vencido, emergió de su pecho.

— «Perdón, existencia… por haber tardado tanto». — Expresó.

No dirigido a alguien en concreto, sino a la existencia en sí misma. No anticipaba respuesta, bastaba con expresarlo. Por vez primera, no solicitaba disculpas por sus acciones, sino por lo que no logró hacer, previamente, abrirse. A la breve llegada de los hospedadores, quienes portaban pan caliente y una manta sobre los hombros. No manifestaron ninguna palabra al observarlo allí, en su silla habitual, con una mirada desorientada y una paz casi desconocida; él alzó la mirada y sonrió, de manera apenas perceptible, pero genuina.

Esa noche, no instruyó en el tejido, no proporcionó enseñanzas, estuvo presente; sin temor, era otro método de orientación. No obstante, al final, lo que se dejó no consistió en técnicas, ni moldes, ni métodos. Fue otro aspecto, el ejemplo silente de un hombre que se aventuró a amar, cuando ya nadie lo preveía. Y que, con ese gesto tardío, pero auténtico, transformó de manera irrevocable el corazón de aquellos que lo envolvían.

A la mañana siguiente, con la luz del alba, acariciando los montes, dorando el horizonte, el recuerdo del pan compartido, que aún guardaba un tenue calor en sus palmas. Era la hora de partir. Herminio emprendió el camino de vuelta habiendo recorrido ya tantos días, tantos meses… y ahora, sin un rumbo fijo que lo llamara, sentía dentro de sí el vacío silencioso que deja la satisfacción de un deber cumplido. No era un vacío de pérdida, sino de espacio abierto. Y en ese claro, persistía un anhelo profundo de ser útil, de compartir no solo sus experiencias, sino la esencia del saber acumulado en el camino.

 

Nota del autor

Reflexiones en el umbral: Herminio no encuentra la paz porque reciba una respuesta divina, sino porque cambia la pregunta. Deja de pedir «perdón por sus acciones» para pedir «perdón a la existencia por haber tardado tanto en abrirse». Este cambio delicado denota la transición de una religiosidad fundamentada en la expiación del pecado a una espiritualidad fundamentada en la reconciliación con la vida misma. Su retorno no es un círculo cerrado, sino una espiral: retorna al punto de partida, pero desde una altura interior completamente renovada, portando consigo un «vacío silencioso» que no es ausencia, sino la tranquilidad de un deber cumplido y la promesa de un amor más prudente.

 


 

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