Capítulo 6: Una tradición perdurable

Una tradición perdurable

Los canastos que Herminio tejió llevaban consigo no solo la memoria de su propio viaje, sino también la de todos aquellos que habían pasado por la granja de García Molina y Santerón. En cada pieza, las formas de las cruces y los arados se fusionaban, recordando la perseverancia de quienes buscaron lo sagrado en su vida cotidiana. La técnica del mimbre se transformó en un relato visual que inmortalizaba momentos de fe y sacrificio.

Cuando los peregrinos llegaban a Moya, Herminio les mostraba con orgullo sus obras y les contaba la reseña detrás de cada símbolo grabado. Así se establecía un ciclo de intercambios en la comunidad; aquellos que llevaban las historias de generaciones compartían sus relatos con el mundo, portando consigo recuerdos grabados no solo en la madera, sino también en sus corazones. Esta transacción exclusiva enriquecía a aquellos que se iban, un concepto que alimentaba al pueblo de Moya. Transformando su lugar en un epicentro vibrante de cultura, comercio y espiritualidad.

 

El regreso de Herminio a Garcimolina

Cuando el taller de Moya alcanzó su máximo esplendor, con aprendices entusiastas y nobles como don Ponce, valorando el arte del mimbre, Herminio sintió que su camino lo llamaba de vuelta a Garcimolina. Allí, en la humilde Granja, decidió establecerse entre los moradores que meses atrás lo habían despedido con cánticos y cintas rojas.

Los grabados y símbolos dejados por peregrinos en Moya, Santerón y Garcimolina se habían convertido en un testimonio vivo de fe y conexión. Cada marca en la madera, cada cruz tallada en los arados, contaba una historia. En Moya, el taller seguía floreciendo, y sus arrabales bullían con las visitas de nuevos peregrinos que traían leyendas de tierras lejanas. En Garcimolina, bajo la sombra del olmo centenario, los aldeanos preservaban las enseñanzas de Herminio, trenzando mimbre y memorias con igual devoción.

La Ruta de la Veracruz ya no era solo un camino físico, sino un lazo espiritual que unía a ambas comunidades. El viejo artesano comprendió que su verdadero oficio iba más allá de las cestas. Cada canasto que salía de sus manos era un puente entre generaciones, impregnado con las historias de quienes los habían tejido antes. Cada técnica enseñada llevaba consigo el eco de risas, confesiones y sueños compartidos en el taller.

— «No somos solo manos que trabajan el mimbre».

Les decía a los niños de la granja mientras les mostraba cómo remojar las varas.

— «Somos guardianes de lo que otros nos dejaron… y sembradores de lo que vendrá».

El viento que lleva las voces

En las tardes tranquilas, cuando la brisa mecía los campos de Garcimolina, Herminio creía escuchar susurros en el aire, las voces de los peregrinos que habían pasado por Moya. Las risas de los aprendices que ahora enseñaban a otros. El rumor lejano de las campanas de Caravaca, mezclándose con el crujir del mimbre fresco.

Eran como recordatorios de que cada paso, cada huella y cada símbolo dejado en el camino —ya fuera una cruz, un cesto o una simple palabra amable.

— Tejían, una red invisible que unía a todos en un mismo propósito.

Hoy, en los muros de Garcimolina y Moya, aún pueden verse aquellos grabados que narran la historia de un hombre que convirtió el mimbre en metáfora de la vida: flexible pero resistente, efímero pero eterno en sus enseñanzas.

Y cuando el viento sopla entre los olmos, algunos juran que aún se escucha.

«Camino de la Veracruz, no te olvides de tu olmo…»

El Olmo como eje central del pueblo
El Olmo como eje central del pueblo: olmo de la plaza

La celebración de las festividades

La Fiesta del Olmo en Garcimolina, jolgorio, raíces y vino. A finales de verano, cuando el calor cedía y las primeras uvas maduraban, Garcimolina celebraba su Fiesta del Olmo: un día de jarana terrenal donde el árbol centenario era testigo y protagonista. No había sermones ni procesiones, sino coplas, sudor y pan compartido.

La plaza se vestía de alboroto; bajo las ramas del Olmo

— cuya sombra marcaba el compás de la fiesta—

El asentamiento entero transformaba la plaza en un mercadillo de risas: mesas de tablones cargadas de manjares, hogazas de pan moreno, quesos ahumados de la sierra, y embutidos de la matanza, que olían a romero y tiempo. Odres de vino robados a los inviernos, «¡El de este año pica como un alacrán!», gritaba el tío Bartolo, el vinatero, mientras llenaba jarros de barro hasta rebosar.

Cintas estrechas de trapos rojos y verdes atadas a las ramas del Olmo, ondeando como lenguas de fuego al viento.

Música que levantaba polvo, los instrumentos rugían sin permiso. El laúd de Marcial, el pastor, raspando canciones que hablaban de amores y maldiciones. La flauta de Eulalia, que sonaba como un asno en celo, pero hacía bailar hasta a los muertos. Las palmas y las castañuelas marcando jotas que levantaban nubes de tierra. Hasta Herminio, tieso como un poste, se dejaba arrastrar por el ritmo.

— «Aquí no hay pecado que valga —le gritó Juana la Molinera mientras lo zarandeaba—. — «¡Hoy se baila hasta con la suegra!».

Juegos, canciones y memoria viva, el Olmo era el juez de las pruebas de arrojo. Carreras de sacos alrededor de su tronco, donde los mozos tropezaban entre carcajadas. El concurso de mentiras:

— «¡Yo una vez vi a un lobo ordeñar una cabra!», voceaba Andrés el Calderero, ganador tres años seguidos.

La «podada» del Olmo. Todos cortaban una rama seca para leña, mientras el abuelo Faustino contaba cómo:

— «En tiempos del rey moro, este árbol ya daba sombra a los cristianos escondidos».

Historias que saben a Vinazo, al caer la tarde, cuando las sombras del Olmo se alargaban como dedos borrachos, llegaba la hora de los cuentos. Fermín, el labrador, recordaba al peregrino gallego que les enseñó a curar el maíz con salivilla de rana. La Casilda imitaba a las «señoronas de Burgos» que arrugaban la nariz.

— «Como si la granja oliera a demonio».

Y Herminio, entre sorbo y sorbo, soltaba por fin una historia suya.

— «Una vez, en Burgos, vi a un gallego rezar a un trozo de pan

— «Dijo que era su santo». La plaza estalló en risas.

El Olmo lo ve todo, mientras la luna subía y los niños dormían entre los fardos de paja, el árbol guardaba silencio. Había visto mil fiestas iguales: las mismas canciones con distinta voz, los mismos amores, las mismas peleas. Los hombres se iban; la alegría, no.

Herminio, apoyado en su tronco, entendió que Garcimolina no necesitaba cruces para ser sagrada. Bastaba con el Olmo, el vino y la memoria que no se perdía.

«Dicen que quien se detiene bajo su sombra y escucha el viento, oye el eco de los que pasaron».

«Pero el hombre pasa, más no su obra, y el árbol queda».

 

Los peregrinos regresan

Durante la festividad, había un sitio especial para recibir a nuevos peregrinos, quienes regresaban a las etapas que habían dejado huellas en sus corazones. Ese año, dos grupos de aventureros se acercaban a la Granja, guiados por historias sobre la hospitalidad de sus habitantes y la belleza de los grabados que adornaban las vigas de las cuadras. Al llegar, fueron recibidos con abrazos calurosos y brillo en los labios sinceros; las manos estaban extendidas, no solo para un saludo, sino para compartir un lazo de amistad y comunidad.

Entre los recién llegados se encontraba un joven llamado Mateo, que contemplaba las cruces grabadas con admiración y curiosidad. Su mirada se iluminó al ver a Herminio trabajando en su quehacer, la meticulosa labor del mimbre, despertando en él el deseo de aprender. Decidido a acercarse, preguntó con entusiasmo.

— «¿Podrías enseñarme a hacer canastos

Herminio, siempre dispuesto a compartir su conocimiento, sonrió y respondió.

— «Con gusto, joven amigo».

Te invito a ser parte de esta tradición que une almas y corazones.