Capítulo 9: Nuevas generaciones y su propio camino

Nuevas generaciones y su propio camino, con el tiempo, rostros noveles se sumaron a la hermandad. Los hijos de los moradores crecieron escuchando las historias de Herminio y Mateo, relatos transmitidos en las charlas nocturnas junto al fuego, acompañados de un vaso de vino peleón. Inspirados por estas narraciones de coraje y amistad, se sintieron motivados a buscar su particular camino, deseando convertirse en peregrinos de sus propias vidas y sembrar sus sueños en el fértil campo de sus comunidades.

Los rostros nuevos fueron llegando con la misma calma de una brisa que trae semillas. Los zagales crecieron, oyendo por las noches, las historias de Herminio y Mateo, relatos de cruces en caminos, de arados partidos y de manos que no se rendían. Esas voces encendían en ellos la inquietud de hacerse peregrinos de su propia vida, de plantar sus deseos en la tierra que los había visto nacer.

Una tarde de estío

Mientras el sol doraba los campos, Herminio y Mateo se sentaron junto al riachuelo de Algarra a mirar los mimbres. Los tallos, flexibles y verdes, brillaban al rozarse con la corriente.

— «El secreto, cortarlos en luna menguante», dijo Mateo, acariciando un brote tierno.

«Así no se agrietan al secarse».

— «Mi abuelo me lo enseñó cuando yo no llegaba a tu rodilla». — respondió Herminio, y partió un tallo con el cuchillo, el sonido limpio de la madera siguió resonando en la orilla, este asintió.

— «Y hay que remojarlos bien antes de trabajarlos» —añadió Mateo—.

— «Cómo a nosotros el vino, ¿eh, Mateo?» Ambos rieron, recordando noches de tertulia.

— «Pero cuidado», añadió Mateo, señalando a un grupo de niños mirando desde la orilla.

— «Que el mimbre es testarudo». Si lo fuerzas, se rompe.

Hay que guiarlo con paciencia…

— «¡Cómo a estos mocosos

Los pequeños se acercaron, nerviosos, a recoger los tallos caídos. Herminio le colocó la palma a uno de ellos sobre la fibra y le mostró cómo doblarla sin quebrarla.

— «Escúchalo», le dijo.

— «Te dirá hacia dónde quiere ir».

El niño sintió la veta y, por un segundo, su gesto fue de asombro, la lección magistral acababa de prender en él. Era el mismo río, los mismos mimbres, pero manos nuevas aprendiendo el oficio.

En el taller

La tradición se renovaba cada día con manos distintas. Los jóvenes trenzaban junto a los viejos; algunos tallaban garrotes y otros grababan signos en las cantimploras. Las cruces y los arados aparecían ya no como copias, sino como variaciones, una cruz con una muesca nueva, un arado con luna incisa. Mateo corregía la tensión de una empalizada con una orden breve; Herminio solicitaba que los bordes se apretaran más y, a menudo, dejaba una frase que funcionaba como brújula.

— «¡Más apretado ese borde

— «¡Que no se te escapen los sueños como agua de cesto, bromeaba Mateo

— «Y recuerden», añadía Herminio.

— «Cada vara tiene su ritmo, como cada vida».

Las calles de Garcimolina resonaban con el crujir del mimbre fresco y las risas. Las celebraciones dejaron de ser memoria fija para convertirse en talleres abiertos, cestos para la cosecha, canastos para el pan y, sobre todo, relatos cosidos a cada asa. Los jóvenes no solo aprendían una técnica; heredaban una manera de mirar el mundo.

La sucesión que florece, así, la tradición de las cruces y los arados se extendió a los nuevos habitantes de Garcimolina, Santerón y pueblos de los alrededores. Estos recién venidos comenzaron a esculpir sus propias marcas en la madera y la tierra.

La enseñanza perdura

Mientras pasaban los meses y las estaciones cambiaban, un ciclo interminable de enseñanza y aprendizaje continuaba tejiéndose en este rincón. La comunidad floreció, prosperando gracias a la bondad de los peregrinos y las historias que formaron las bases de una memoria perdurable, que seguiría impactando las vidas de quienes cruzaran sus caminos.

Herminio fue notando en su cuerpo el mapa del tiempo, callos más profundos, una mirada que guardaba noches en vela. Aun así, se sentaba en su esquina favorita del taller y miraba como quien observa un paisaje propio, jóvenes que ataban, viejos que contaban, manos que corregían dedos. Se sentía, a veces, como árbol antiguo en un bosque, las raíces profundas sostenían el suelo y las ramas danzaban con aires nuevos.

Observaba a los jóvenes crear y compartir, notando cómo cada nuevo canasto elaborado no solo portaba su labor, sino también el eco de las enseñanzas de generaciones pasadas. Se sentía como el viejo olmo, sus raíces profundas le sostenían al suelo, mientras las ramas se movían al ritmo de los aires que llevaban las noticias al mundo.

El acervo de sus canastos

Las historias de las cruces y el eco de los arados perdurarían en los susurros del viento y en las curvas de felicidad que iluminaban los rostros de quienes cruzaban las tierras de la Granja. Era un testimonio de la vida comunitaria, donde cada interacción generaba un espíritu de unión y un sentido de herencia asido al pecho de todos.

Así, el trazado de la Vera Cruz continuó siendo no solo una senda de peregrinación, sino un viaje de corazones enlazados en un camino espiritual. La mirada de los devotos se posaba en las marcas dejadas en la tierra, comprendiendo que los cruces de veredas, los cestos, canastos tejidos y arados grabados, configuraban un bello combinado de vida en grupo. El amor y la fe seguían fluyendo, como un río que fertiliza a los campos, asegurando que cada peregrino que pasara por allí encontraría su hogar, su conexión y su espíritu.

El llamado del camino

Después de años de convivencia con los labriegos de la Granja, Herminio había echado raíces profundas en esas tierras. Su vida transcurrió en armonía entre el taller de mimbre y las festividades anuales, llenándose de alegría, amistad y un sentimiento de disfrute que lo reconfortaba cada día.

Sin embargo, en su corazón seguía resonando el llamado del camino, ese impulso que lo empujaba a buscar nuevas experiencias y a descubrir más sobre sí mismo. La tierra que tanto le dio le susurraba que su viaje no terminaba.

Pero no todo arraigo apagó el impulso de andar. Una mañana de rocío, al sentarse en el umbral, Herminio dejó que el fresco le acariciara la cara y escuchó el mismo llamado que lo trajo la primera vez, una necesidad antigua de buscar más caminos. Las razones no eran ajenas a su alegría en la Granja; eran una voz aparte que le decía que aún quedaban historias por vivir y por traer de vuelta.

En ese instante, sintió que era el momento de continuar su peregrinación, de retomar las sendas que lo llevaron a ese lugar, por segunda vez. Percibía con convicción de que aún tenía más por aprender, más historias que contar y más caminos que recorrer. Sabía que cada paso lo acercaría a las verdades que aún le quedaban por descubrir.

La decisión dolorosa

La decisión le dolió. Aquella plaza, el olmo testigo de tantas reuniones, los aprendices de su taller, eran familia. Reunirse con Mateo y los amigos bajo el olmo fue como abrir una herida con cuidado, risas y silencios, recordatorios que aligeraban la pena. Miró los rostros que había ayudado a formar y sintió la mezcla de tristeza y esperanza empujándolo.

La idea de partir no fue fácil. Herminio convivió tanto tiempo con estas personas que se convirtió en su familia elegida. Desde aquel día en que llegó, como un simple peregrino en busca de un propósito, hasta convertirse en un maestro del mimbre lleno de amor, cada experiencia había sido una lección en el arte de la vida. La risa contagiosa en las festividades, las lágrimas en los momentos de reflexión y los días de trabajo arduo en el taller habían forjado lazos duraderos de amistad y afecto.

Con el corazón pesado y sentimientos encontrados

Se reunió con Mateo y sus amigos más cercanos en el olmo de la plaza, un lugar que había sido testigo de miles de historias. Allí, rodeado de carcajadas que le transmitían amor y compañerismo, sintió cómo el peso de la despedida comenzaba a instalarse en su pecho.

Mirando los rostros que tanto amaba, las palabras se atascaban en su garganta, y pudo sentir la tristeza y la ilusión coexistiendo en su interior. Pero, al final, comprendió que era vital seguir el camino, no solo por su propio crecimiento, sino también como una enseñanza para ellos. Debía demostrar que la vida es un viaje continuo, que siempre hay algo más allá del horizonte que explorar y descubrir.

Herminio revivió los recuerdos que había tejido junto a ellos, las historias contadas alrededor de la hoguera y los aprendizajes compartidos entre el sudor de su frente.

Sabía que, al partir, llevaría consigo no solo sus canastos, sino también el amor, el apoyo y la sabiduría de quienes habían dejado una huella imborrable en su corazón. Y mientras rememoraba los momentos vividos, comprendió que la despedida no era un final, sino una nueva oportunidad, una invitación a sumergirse en lo desconocido con fe y valentía.

La despedida

Emotiva ceremonia organizada en su honor, los aldeanos se reunieron para decirle adiós. Evento cargado de emociones, donde las lágrimas se mezclaban con sonrisas, los recuerdos resonaban en el aire y se compartían anécdotas que revelaban la fuerza de sus vínculos.

Herminio, conmovido por el cariño recibido, se dirigió a sus paisanos. Al comenzar a hablar, la multitud se aquietó, prestando atención a cada palabra que surgía de su corazón.

La despedida se organizó como las fiestas que él más quería, sencilla, afectuosa. Los aldeanos llenaron la plaza; las manos llevaron pan y cestos, y las voces contaron anécdotas que hicieron reír y soltar lágrimas.

Cuando Herminio habló, la multitud se calló.

— «Queridos amigos», empezó con la voz entrecortada,

— «Aunque mi camino me llama, siempre llevaré en mi espíritu a cada uno de vosotros».

Esta tierra me ha dado más de lo que pensé pedir. Aquí aprendí a vivir, a dar y a recibir. Pero el camino sigue llamando. Me voy con vuestros nombres en los bolsillos y con la certeza de que lo que aprendí aquí crecerá en manos jóvenes.

Me han enseñado que el verdadero hogar no es un lugar y sí las personas con las que compartimos nuestro viaje. He aprendido no solo el oficio de hacer canastos, sino el arte de vivir en comunidad, de ofrecer amor incondicional y de celebrar el momento juntos.

«Prometo llevar sus historias y su espíritu conmigo dondequiera que vaya».

Las lágrimas corrían por las mejillas de muchos

Pues comprendían lo que significaba la partida de Herminio. Sabían que, aunque se marchara, su esencia y su huella permanecerían entre ellos. Sembró semillas de amistad y conexión que florecerían aún en su ausencia.

El amor que Herminio ofreció, la fe que inspiró y el recuerdo común se quedarían en la memoria colectiva, tejiendo un hilo eterno entre los aldeanos y el maestro del mimbre.

Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, un cálido resplandor dorado, iluminaba el lugar, de recuerdos y corazones tejidos. La despedida no fue un adiós; fue un, hasta luego, una reflexión de que la vida del peregrino, está hecha de movimiento y búsqueda constante.

La promesa de la amistad perduraría en cada paso que dieran, reforzando las historias que, como un hilo de oro, continuarían uniendo a la comunidad de Garcimolina y más allá.

Prometió volver

No como quien regresa a lo mismo, sino con más historias para aportar. Al terminar, Mateo le entregó una herramienta, un cuchillo con el mango gastado por el uso, y dentro del mango, como secreto, un trozo de mimbre curtido con una marca que solo ellos entendían. Herminio la apretó contra el pecho y, sin haberlo planeado, dejó en la viga del taller un cesto nuevo, pequeño, con una cinta torcida, símbolo de que la enseñanza no quedaba cerrada.

Cuando cerró la puerta por última vez, apoyó la mano en la madera tallada y la recorrió hasta la cruz. El surco le devolvió el tacto de otras manos, nombres sin tinta. Al ponerse en marcha por el camino de la Vera Cruz, escuchó detrás el crujir del mimbre y las voces que se iban disipando como un eco. Allí, en cada paso, llevaba no solo un cesto, sino la presencia de quienes lo habían acompañado. Y el camino, que siempre empieza donde terminan las certezas, lo recibió con la misma humildad con que el riachuelo acoge una rama, dispuesto a seguir tejiendo.


Comentario del autor

Este capítulo marca el cierre natural de un ciclo y el comienzo de otro. Herminio, que llegó a la Granja como un peregrino sin rumbo, se ha convertido en raíz, en memoria viva de una comunidad que aprendió a transformar el trabajo en herencia. Su despedida no es una partida trágica, sino el gesto sereno de quien comprende que la vida —como el Mimbre— solo mantiene su fuerza si sigue doblándose al ritmo del tiempo.

En estas páginas, las manos jóvenes simbolizan la continuidad, no solo aprenden un oficio, sino una forma de mirar el mundo. Cada gesto de Herminio, cada enseñanza transmitida entre risas y silencios, refleja la convicción de que lo aprendido con amor no se pierde, se transforma en otros.

El regreso al camino no representa una huida, sino la culminación de un aprendizaje. Herminio se marcha sabiendo que ha dejado algo más que canastos: ha dejado comunidad. Y eso, en el fondo, es el verdadero eco de las espadas —el rumor persistente de la humanidad que sobrevive al conflicto y al tiempo.

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