Segunda parte novelada
El castillo de Moya, como enclave estratégico y religioso, vigilaba las rutas con atención. Allí confluían viajeros, órdenes militares y comunidades enteras que encontraban en el tránsito no solo desplazamiento, sino sentido y cobijo.
Atalaya de Rutas y Almas, erguido sobre el cerro como un centinela pétreo, era más que una fortaleza. Un cruce de caminos donde convergían la fe, la guerra y la esperanza. Sus muros, gastados por el viento y las leyendas, vigilaban no solo los senderos físicos.
—Aquellos que serpenteaban hacia Cuenca, Aragón o el Levante—. Si no también los itinerarios invisibles del espíritu.
Bajo sus torres almenadas, los viajeros dejaban huellas de mil vidas. Peregrinos con rosarios desgastados, que veían en la silueta del castillo un faro hacia Caravaca. Caballeros de órdenes militares (Santiago, Calatrava), cuyos estandartes ondeaban junto a las enseñas de Moya, sellando alianzas entre el hierro y la cruz. Comunidades enteras.
—Pastores, mercaderes, juglares— que convertían el tránsito en un acto de supervivencia y memoria.
«El viento llevaba hasta Moya, ecos de pasos lejanos, el rumor de las alpargatas de los franciscanos, el chocar de las espuelas de los soldados, el lamento de los arrieros que maldecían las cuestas». Álvaro, desde la torre del homenaje, miraba el ir y venir de sombras. Sabía que aquel castillo no se sostenía solo con piedras, sino con la promesa tácita de que ningún caminante quedaría sin respuesta. «A fin de cuentas, hasta los muros más altos se derrumban si nadie les cuenta historias al oído».
«Atalaya de rutas y almas, donde el hierro besa el rosario».
Moya no guarda piedras, guarda promesas.
«Que ningún paso quede sin respuesta, ninguna pregunta sin eco en sus muros».
Eco en la plaza vacía
Ya no hay trono en Moya altiva,
ni pendones en la plaza,
más la historia de los fieles
sigue viva en la mañana.
Que quien lucha por los suyos,
aunque el tiempo lo desgasta,
deja en la tierra semilla
que en los siglos no se acaba.