Capítulo 3: La huella del caminante

La huella del caminante. Al caer la tarde, Herminio llegó a la casa Granja de García Molina. Al aproximarse, la fama de «Herminio el Mimbre» ya le precedía, como eco de canción olvidada. En este nuevo lugar, encontró el mismo deseo de calidez y unión. Al igual que en Santerón, se dedicó a trabajar, compartir historias y enriquecer la vida de los labriegos y ganaderos con su arte.

Era una hacienda fortificada donde las ovejas dormían en corrales de piedra y el humo de las chimeneas olía a pan recién horneado. Doña Jimena fortificó su granja no solo por lobos salvajes, sino por estos, «lobos de dos patas».

Doña Jimena, la viuda del antiguo señor, lo acogió.
«¡Quedaos, peregrino!».
— «La lluvia ha enfangado la carrera a Moya, et los lobos andan fambrientos».

Allí, Herminio trabajó ordeñando cabras, reparando cercas, portillos, bardales y ayudando en la cocina, donde la anciana cocinera, Teresa, le enseñó a hacer migas con torreznos (un manjar que le recordó a su infancia en Burgos).

Pero no todo era paz.

Era una Noche de Brujas, según los pastores que hablaban de una mujer vestida de blanco que aparecía en el río, llorando por un hijo ahogado en una poza próxima, que llamaban el «Pozanco».

También había secretos de familia. El hijo de doña Jimena, García, bebía demasiados fermentados caseros, entre ellos el «hipocrás», mezcla de vino con miel y especias, considerado tónico, o el rico hidromiel, fermentado de miel y agua. Cuando estaba bajo los efluvios del alcohol, maldecía a los peregrinos.

«¡La Vera Cruz es patraña de clérigos!», decía vociferando.

Una noche, Teresa le entregó un cuchillo pequeño de la matanza.

— «Por si el Çocato (Zocato) tornare…— le dixo.»

 

Permaneció con ellos poco más de diez días, impensable en el inicio de su peregrinación, pero las circunstancias mandan y el roce, al final, llevó al cariño. Los cestos y canastos que tejió se utilizaron durante años, pasando de padres a hijos, como historias orales que florecían en las mesas comunales.

«A la granja llegó Herminio,
con su mimbre et su saber,
pregonó su buen officio,
formas de fazer nos dio a tener».

Los nudos conexionados del trenzado, representaban no solo un objeto utilitario, sino una contribución en mimbre que se trenzaba con las vidas de aquellos que lo habían conocido. Herminio intuía que su trabajo trascendía lo físico. Estaba moldeando relaciones y construyendo un sentido de comunidad que vivía en esos simples y rudos objetos.

Misa de despedida en la granja de García Molina

Año del Señor de 1347 – sábado 4 de mayo. La pequeña capilla de San Juan, con su puerta de quejigo con cuarterones mal orientada al norte, temblaba bajo el cierzo; cuando la aldea entera se reunió para despedir a Herminio. Era la víspera de su partida hacia Caravaca.

Primeras luces, al toque de la campana del alba, Herminio esperaba junto al altar de piedra, su bordón en una mano y la esclavina sobre los hombros. Fray Benito el Franciscano, con su vieja casulla gris con capucha y su cordón con tres nudos, su escapulario y el manípulo sobre el brazo izquierdo, comenzó la misa en latín, mientras el rocío brillaba sobre las lápidas musgosas.

 

La ceremonia, donde los aldeanos respondieron al salmo en romance castellano.
— «¡Válate el Ángel de la Vera Cruz y te guarde!»

En el ofertorio, un vecino alzó una cesta de mimbre.
— «Pan del forno nuestro para el tu camino. — Y Juana la Molinera alzó un odre: — Vino de las viñas nuestras».

Fray Benito consagró las ofrendas:
— «Hoc est enim Corpus meum» (Esto es mi Cuerpo).
— «Hic est enim Calix Sanguinis mei» (Este es el cáliz de mi sangre).

Y explicó en voz baja:
«Como el pan se trasforma, tú dexas de seer cestero por seer romero».

La despedida, al recibir la oblea, los niños esparcieron romero a sus pies. El sacerdote bendijo su bordón y calabaza:
— Ve en paz. «Que el Ángel te acompañe»

Fuera de la capilla, bajo el olmo centenario. Teresa le dio un zurrón con hierbas:
«Para cuando el camino sea duro». La nieta del molinero ató una cinta roja a su muñeca.
«Para que el olmo te recuerde», y Fray Benito le dijo al oído:
«La cruz que buscas ya está en ti»

 La partida hacia Moya, domingo 5 de mayo

Al décimo día, con el cielo despejado, Herminio se despidió. Doña Jimena le entregó un queso curado y una advertencia:
— «Non sigas el atajo del río contra Chinejo».
— «Faze ya una semana, topáronse unos mercaderes con el gaznate cortado».

Pero Herminio, temiendo perder tiempo, ignoró su consejo. Además, llevaba la credencial que servía para identificar al peregrino durante su viaje, tanto ante autoridades civiles como eclesiásticas, y en caso de apuro le serviría de salvoconducto y de protección en el camino.

Mientras emprendía el camino, el olmo, testigo de tantas partidas, movía sus ramas como diciendo adiós.

Con el primer canto del gallo, mientras atravesaba el puente sobre el río, los habitantes le cantaron una copla antigua.

«Camino de Vera Cruz,
non te olvides de tu olmo,
que, aunque pierdas tu luz,
él guardará el tu reposo».

Herminio ajustó su bordón (de avellano con la punta reforzada de hierro) y su calabaza vacía. Que esperaba llenar en la próxima fuente o arroyo del camino. Sabía de existencia de “la fuente de Chinejo”, encima de “las Riscas de las Vueltas”, subiendo desde “los Majanos” al “Cerrito las Molinas” y pasada la torre de vigía, tronco cónico de unos doce a catorce varas de altura, que en otros tiempos hacía de atalaya en el “Castillarejo”. Desde donde ya se divisa majestuosa la silueta de Moya, por indicaciones de doña Jimena. Continuando hacia el “Camino del Rento” y bien provisto de agua, se podía proseguir el camino.

Unos pastores trashumantes de merinos, le indicaron el camino hacia el sur, a vista de pájaro.

— «Si seguís la vereda de las cabras, en media jornada llegaréis al Castillo de Moya». «Pero cuidado con los lobos… y con los hombres, que son peores que lobos».

Finalmente, mientras avanzaba hacia Moya, Herminio llevaba consigo no solo recuerdos, sino también el profundo cariño de dos núcleos habitados que lo acogieran. Grabados en el tejido de su ser, estaban los momentos en que su arte se había unido a la bondad y la conexión humana, floreciendo incluso en itinerarios inciertos.

Así, su historia se enredaba con la narrativa del camino de la Veracruz, un recordatorio de que un simple peregrino. Armado con generosidad y arte, podía dejar una huella imborrable en la vida de quienes cruzaban su camino. Los cestos y canastos que pasó a manos de los aldeanos, en cualquier sonrisa intercambiada y en cada historia contada, la esencia del mimbre vivía en los corazones de aquellos que lo conocieron.

Al mediodía, entre las rocas del barranco, una sombra lo seguía. ¿Era el Zurdo?… ¿El ánima de la mujer de blanco?… Apretó el cuchillo y el trapo bendito…

Y alejando los malos pensamientos de su imaginación, prosiguió camino, apartando el recuerdo sugestivo de los hechos ficticios narrados, en sus noches de sagatas y estrellas, donde alrededor del sagato se cuentan historias, la mayor parte de las veces fantásticas y misteriosas.

«De Garcimolina se va,
a Moya con paso fuerte,
su arte siempre quedará,
¡viva será la su muerte!»

 

Llegada al Castillo de Moya, atardecer del domingo 12 de mayo del año 1347

Con el sol cayendo, Herminio alcanzó por fin la “Venta del Zorro”, una posada en el arrabal extramuros de la fortificación, junto al camino real, donde se unió a una caravana de mercaderes. Esa tarde, bajo la sombra del Castillo de Moya, bebió vino espeso y escuchó cómo los viajeros hablaban de la Peste Negra que avanzaba desde Valencia.

Al casi anochecer, las torres almenadas del Castillo de Moya se recortaron en el horizonte. Era una fortaleza imponente, guarnecida por soldados de don Bernardo de Cabrera, que vigilaban la frontera con Aragón.

Un centinela le gritó:

«¡Alto ahí! ¿Quién va? Y ¿De dónde venís?».
«De Ademuz, hermano».
«Voy a Caravaca de la Cruz por mandato de confesión».

El soldado, al ver la cruz de peregrino cosida en su hatillo, le franqueó el paso. Por la puerta de la villa que da al levante, y los encaminó hacia la puerta de San Juan, junto a la iglesia del mismo nombre, en el recinto amurallado. Para pernoctar en los alrededores del Hospital de Cautivos o «Casa de la Merced», fundado por los caballeros de Santiago, y situado en el extremo meridional del conjunto.

Servía como centro de intercambio de moros por cristianos. Ya dentro del recinto, Herminio, junto al grupo de mercaderes valencianos que viajaban a Cuenca, compartieron una cena magra. Gachas de ajo y un vino áspero que sabía a tierra. Junto al fuego, un juglar ciego cantó una historia escalofriante.

«Dizen que, por estas sierras,
do el viento canta et silva,
lloraba doña Mencía,
dueña de alma aflixida».

«Mató al que fue su marido,
ensangrentó la su vida,
e agora vaga entre piedras,
condenada a pena eterna».

El Castillo de Moya, con su alcaide huraño y desconfiado, era el único refugio seguro… ¡Cuando no eras tú su objetivo!

Sospechaban del peregrino, que no fuera un caballero Calatravo infiltrado, para espiar el control que ejercía la orden de Santiago en el castillo y sobre sus caballeros, al haber un vacío legal de poder.

La acusación y la defensa

Herminio, en lugar de huir, decidió plantar cara a las intrigas del castillo. Con astucia de quien ha vagado por caminos peligrosos, pidió hablar ante don Bernardo de Cabrera y el consejo.
—«Mi señor, si me acusáis de espía, preguntadme lo que queráis. Pero sabed que solo soy un hombre que teje mimbre, reza a la Cruz, y ni espada llevo en la mano».

El alcaide, un veterano con cicatrices de guerra, intercedió:
—«He visto muchos espías», y este, «voto a Bríos» que no lo es. «Sus manos son callosas por el trabajo, no por blandir una espada».

Don Bernardo, intrigado, lo puso a prueba:
—«Si eres inocente, demuéstralo». ¿Qué sabes del documento perdido de Calatrava?»

Herminio, recordando las palabras de doña Jimena, respondió:
—«En la Cueva de la Mora solo hay huesos y leyendas. Pero si buscáis papeles… quizá debáis mirar en los libros de cuentas de la granja de García Molina que tutela el merino».

¡Era una presunción magistral!, Herminio no sabía nada, pero sospechaba que el hijo borracho de doña Jimena, García, había robado algo.

Con firmeza e sen temor,
planto Herninio ánima suya;
non huyó del gran juicio mayor,
pues su verra era resplandor.

—“Si espía so, preguntad,
mas sólo texo e rezo;
non porto espada nin maldad,
mi fe es mi único prezzo”.

El alcaide, varón d’alta guerra,
miró manos calladas:
—“Voto a Bríos, non hay terra
que manche estas holladas”.

Don Bernardo, con recelo,
fizo al caso dura prueba:
—“Si inocente so, desvelo
el rrazón del pergamino”.

Herninio, voz reposada,
revocó fálas do Ximena:
—“En la Cueva non hay nada,
mas en la granja del merino
yacen ossos d’un buen cabal”.

El taller de los Milagros

Para ganarse la confianza del pueblo, (evitando una celda, como prisionero), Herminio se propuso ante ellos para redimirse, algo inesperado…
— «Permitidme enseñar a tejer cestos que aguanten el doble de peso».
— «Serán útiles para vuestras cosechas»
— «Y para vender los mercaderes, en Cuenca».

Don Bernardo, necesitado de aliados, accedió. Así nació el taller de cestería de Moya. Las mujeres aprendieron a hacer canastos para pan con refuerzos de sauce. Los pastores dejaron de comprar costosos odres y usaron mimbres impermeabilizados con resina. Hasta el hijo de Bernardo, don Ponce de Cabrera, un mozo descreído, se interesó al ver cómo se torcían las fibras bajo el fuego.

El milagro no fue la técnica… sino que, por primera vez en años, Santiaguistas y Calatravos compartieron el mismo banco de trabajo sin cruzarse miradas asesinas.

Para evitar la prisió,
ofreció arte Herninio:
—«Dexadme dar unción
al mimbre con buen dominio».

—«Para sementer e mercar,
para que’l pueblo prosperar».
Don Bernardo, al veer el saber,
abrió la puerta que hiere.

E assí nació’l noble taller,
donde’l mimbre fo consuelo;
las mugieres, al sabir texer,
hilavan sueños al cielo.

Los pastores, con sus manos,
dexaron odres de cuero;
e usaron cestos tempranos
con resina e gran esmero.

Hasta don Ponce, varón severo,
se aprouchó al sagato encendido;
e’l milagro, en verdad sincero,
fo la paz en lo texido.

Santiaguistas e Calatravos,
que antaño cruçavan la muerte;
texieron juntos agraviavos,
compartiendo banco e suerte.

La noche: peligros y promesas

Herminio dormía en un casuzo cerca del patio de armas, envuelto en su manta y encima de un jergón de paja. Soñó con la Cruz de Caravaca, que brillaba entre dos espadas de luz.

Pero un grito le despertó:
— «¡Alerta! ¡Ladrones en el camino real!».

Los soldados corrieron a las murallas. Herminio no vio nada, pero rezó un Padre Nuestro por los muertos que, sin duda, dejarían aquellos bandidos antes del amanecer.

— «En Caravaca, la Vera Cruz protege de la muerte», dijo un fraile.

Herminio apretó el trapo bendito que llevaba contra el pecho y pensó en el ermitaño. En el ladrón ahorcado, en el Zurdo… y en que, a veces, los caminos más largos son los que salvan el alma.