Reflexiones del camino, en una noche de estrelladas luces en el firmamento, sentados alrededor de la hoguera, con las llamas proporcionando luz y calor, Herminio comenzó a meditar sobre el significado de su viaje. Lo que se inició como una exploración individual, de fe y redención, se transformó en un viaje de conexión humana y desarrollo comunitario. Se dio cuenta de que el camino de la Veracruz no era solo un sendero físico, sino un viaje espiritual, donde cualquier encuentro y anécdotas simultáneas tejían el tapiz de su vida.
Las risitas y las narraciones resonaban en el corazón de los presentes, creando una melodía de esperanza y amor. Era un espacio sagrado en el cual cada experiencia se celebraba, y donde todos contribuían a una narrativa más amplia. En ese ambiente de amor y arte, Herminio comprendió que su verdadera misión había sido brindar luz, esperanza y una red de solidaridad a través de su don, sin importar a dónde lo llevara el camino.
En su corazón, sabía que cada paso que dio, valió la pena, porque encontró la esencia del ser peregrino, llevar consigo no solo cargas, sino también la capacidad de compartir y crear. Se dio cuenta de que, a través de su arte, estaba forjando un espacio en el lugar que las almas podían encontrarse, donde la autenticidad y la generosidad daban vida a una obra anhelada por muchos.
En su camino, Herminio dejó una huella de amor en el mimbre, un testimonio de su paso y de la influencia comunitaria que sembró en la tierra del Castillo de Moya. Su vida y su trabajo se convirtieron en una antorcha para quienes le seguirían, recordándoles que a veces los mejores caminos son aquellos que forjamos juntos.
Los grabados de fe, reflexiones del camino
Mientras Herminio trabajaba en su taller y compartía historias con los aldeanos de Moya y los núcleos urbanos de sus alrededores. En la cercana Casa de labor de García Molina, otros peregrinos continuaban desprendiendo un rastro de devoción y esperanza. Aquellos que se detenían en el asentamiento no solo dejaban a sus caballerías, sino también un legado espiritual que impregnaba la madera de las vigas de las cuadras, transformando espacios ordinarios en lugares de trascendencia.
En un rincón de las caballerizas, un grupo de peregrinos, cansados, pero animados por su travesía, comenzó a grabar cruces en las vigas de madera del techo. La Cruz de San Juan y la de Caravaca se dibujaban con precisión, simbolizando su fe y agradecimiento por la protección durante el viaje. Cada crucifijo se convertía en un testimonio de los caminos recorridos, un recordatorio tangible de que la fe unía su peregrinación y que, a pesar de los obstáculos y las inclemencias, nunca estaban solos.
Estos grabados, pequeños actos de devoción, enriquecían el lugar con las muescas en la madera, construyendo un santuario que contaba historias de lucha y gratitud. Cada cruz tenía un significado que iba más allá de lo físico; era un diálogo entre el pasado y el presente. Un registro de la esencia del viaje de cada peregrino, que afirmaba que su andar estaba lleno de propósito.
Huellas en la ermita de Santerón
No solo los grabados en la Granja de García Molina contaban historias; en la puerta del oratorio de Santerón, otros peregrinos decidieron dejar su huella a través de la imagen de arados, cruces de San Juan y de Caravaca. Grabar un apero de labranza en la puerta no significaba solo un símbolo; evocaba su conexión a la tierra y a la vida rural que sostenía a la comunidad. Representaba el esfuerzo de la labranza y el deseo de cosechar frutos espirituales en su travesía hacia lo divino.
Los arados y cruces, tallados con paciencia, hablaban de hombres y mujeres que no solo buscaron redención para sí mismos, sino también un reconocimiento de sus raíces. Con cada golpe de su herramienta, intentaban dejar una herencia colectiva, un símbolo que recordara a las generaciones futuras que la fe y el trabajo iban de la mano. A medida que el tiempo pasaba, estos grabados transmitían el mensaje de que cultivar la tierra implicaba también nutrir y cosechar el alma, una labor conectada con la esencia de la vida y la espiritualidad.
La puerta de la ermita se convertía en un libro abierto, donde las historias de cada peregrino se contaban a través de los grabados, uniendo a todos en su búsqueda de fe y esperanza. Las generaciones venideras encontrarán y comprenderán este testimonio. Sus antepasados habían recorrido el mismo sendero. Y que, como ellos, también podían dejar su marca en el mundo. Cada peregrino que caminaba frente a la ermita sentía un susurro de ánimo al ver los grabados; son recordatorios de que su paso en este mundo tenía un propósito.
La cruz y el arado no eran inscripciones en la madera, sino puntos de anclaje en el tiempo, donde tradición y fe se unían.
Así, en la intersección del camino y la devoción, el rento de Santerón se fortaleció con la sabiduría de sus ancestros y la esperanza de los nuevos viajeros. Desde el arte de Herminio en Moya hasta las inscripciones en la granja de la Casa de García Molina y Santerón, la presencia de cada peregrino, cualquier historia y símbolo de fe construían una rica herencia que continuaría floreciendo en el corazón del reino de Castilla.
En este entorno de generosidad, donde el arte y la espiritualidad se entretejían, Herminio y su acervo se convertirían en una antorcha indicando el camino a quienes le seguían. La luz de la esperanza y la comunidad nunca se apagarían. Así, uno por uno, los rincones de los pueblos, con cada cruz y arado grabado, el eco del camino de la Veracruz, continuaría resonando, un canto eterno de fe, lucha y unión que conformaba el tejido indestructible de su historia.
La verdad sale a la luz, reflexiones del camino
Una tarde, Teresa, la cocinera de la granja, llegó al taller de Moya con un hatillo de lino:
— «García robó esto… el muy ignorante, pensó que era un mapa del tesoro».
Dentro había un pergamino sellado, la prueba de que Moya había favorecido a la orden de Calatrava, desde 1245 hasta la actualidad, cuando don Juan González fue gran maestre de Calatrava y señor de Moya. Junto al pergamino, había robado también un escudo heráldico de piedra, perteneciente a algún gran señor, y que doña Ximena había dicho que lo tenían “ahí detrás en la cuadra”. Medio escondido porque pesaba mucho y no sabían qué represalias podría acarrearles, por unos y por otros seguidores de las órdenes.
Entre 1284 y 1353, el señorío de Moya no estuvo en manos de un linaje estable, sino que fue objeto de disputas entre la Corona y las órdenes militares. En algunos momentos fue villa de realengo, directamente bajo la jurisdicción del rey, y en otros, cedida temporalmente a nobles como parte de pactos o recompensas.
Herminio, sin dudarlo, entregó el pergamino a fray Alonso, el franciscano.
— «Que las órdenes lo resuelvan… pero que no quemen la casa granja de García Molina, en su pelea».
Don Bernardo, al descubrirlo, montó en cólera… pero era tarde. El documento ya estaba en Uclés, en la sede de la orden Santiaguista… En el siglo XIV, esta villa conquense era la sede central de la Orden de Santiago, (Caput Ordinis). En 1347, el monasterio de Uclés funcionaba como el corazón espiritual, administrativo y militar de la orden, que jugaba un papel clave en la defensa de los territorios cristianos y en la protección de peregrinos.
El eco de las herramientas en el tiempo
Mientras los días se sucedían, la vida continuaba en la granja de García Molina y la capilla de la ermita de Santerón. Las cruces grabadas en las vigas de la hacienda, los arados y cruces en la puerta del templo, comenzaron a formar parte del paisaje espiritual de la región. Los habitantes y peregrinos compartían las historias de estos grabados. Los ancianos relataban a los más jóvenes como aquellos que habían pasado por allí, y que dejaron sus marcas, a modo de promesa de regresar o en oración por quienes quedaban en la tierra.
Herminio, al escuchar estos relatos cargados de tradición, entendió que su propia historia se teje con la de otros. Cualquier cruz y arado se convirtió en un símbolo de una travesía acompañada, un testimonio de la fe y búsqueda de un plan. Empezó a tomar nota de las historias que rodeaban cada uno de tales grabados. Su corazón se llenó de inspiración y decidió crear una serie de canastos que llevarían la herencia de símbolos, uniéndolos con el arte del mimbre y las experiencias de los peregrinos que habían pasado antes que él.