Capítulo 15: Semillas de esperanza

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Semillas de esperanza. Bajo la tenue luz de la luna que se filtraba entre los tejados de cañizo y paja, el rumor de Justina empezó a echar raíces. Su voz, al principio un susurro, fue prendiendo en el corazón de los más jóvenes de la aldea, cansados del letargo que había caído sobre Garcimolina.

«No es solo por los cestos» — dijo una noche, mientras compartían un puñado de avellanas a la puerta de una casa.

«Es por lo que oímos a los mayores contar, por las historias que ya nadie recuerda».

Martín, el hijo del herrero, escupió al suelo.

«¿Y de qué nos sirve remover el pasado, Justina?»

— «El invierno fue duro y el verano no promete ser mejor».

— «Precisamente por eso» — replicó ella, con una firmeza que no esperaba de sí misma.

«Cuando mi abuelo trenzaba el mimbre, no hacía un cesto, hacía compañía. Y en las fiestas de la siega, no se bailaba por bailar, sino para que el trabajo pesara menos a todos».

Fue así como, sentados en poyetes y viejos troncos, empezaron a urdir un plan tan frágil y resistente como el mimbre que querían trabajar. Bajo el olmo centenario, con el cielo estrellado por testigo, trazaron su primera gesta.

«Empezaremos por San Juan» — propuso Pedro, el menor de los hermanos Gonzalvo.

«Mi madre aún guarda los cirios que se encendían en las ventanas».

«Y yo sé la canción que se cantaba al encender la hoguera» — añadió Leonor, cuya voz era clara.

«La aprendí de mi ama de leche, que en gloria esté».

Las reuniones, primero tímidas, pronto se convirtieron en ritos esperados. Las llamas de la hoguera alzaban hacia las estrellas las historias de sus mayores, y las caras jóvenes se iluminaban con ecos de un tiempo que no habían vivido, pero que sentían propio.

Una noche, el viejo Tomás, observándolos desde su umbral, se acercó con paso lento.
«Esa historia del gigante del pico de la peña…» — masculló. — y todos enmudecieron.

«Vuestro bisabuelo y el mío, la contaban así…»

Y ante el fuego crepitante, la voz cascada del anciano tejió la leyenda completa, con un detalle que ya casi nadie recordaba.

El gigante del pico de la Peña

Leyenda de la Baja Sierra de Cuenca, siglo XIV

Los ancianos de Algarra cuentan que, en tiempos pretéritos, cuando las cercanas hoces del Cabriel parecían más profundas que la culpa misma, habitaba en lo alto del “Pico de la Peña”, un ser descomunal llamado «Garçón el Alto, el de los ojos garzos». No era hombre ni bestia, sino algo intermedio, un gigante de huesos de sabina y voz de trueno, que recorría las montañas como si fueran eras, cubiertas de parva.

Garçón no era cruel, sino un ser solitario y desconfiado. Se decía que había nacido del vientre de una mora encantada y de un rayo caído en el cerro Matea, en la noche de San Juan. Su cuerpo estaba cubierto de musgo, y en su barba anidaban los vencejos. Solo bajaba al valle en las lunas menguantes, para llenar su zurrón en la fuente de las Quebrantas y recoger esparto fresco en el Armajal de Algarra, con el que tejía esteras tan grandes que servían de techumbre para los pajares.

Un invierno de nieves tempranas, un niño pastor de Garcimolina — huérfano y delgado como un junco — se perdió entre los barrancos del Sabinarejo y el Talayón. Garçón lo encontró dormido, embozado en una manta bajo una sabina y, en lugar de devorarlo, lo llevó a “La cueva Marcos” cerca de “La fuente el Herrero”, en la ombría la dehesa de Algarra. Lo crio como a un hijo, le enseñó a leer las estrellas, a trenzar la pleita sin que crujiera y a entender el lenguaje de las piedras y las plantas.

Pero los hombres del valle, al notar la ausencia del niño, culparon al gigante. Subieron armados con teas, azadas y hoces hasta la cueva y, al encontrarla vacía, la cegaron con rocas, cruces, plegarias y rezos. Cuando el niño regresó de buscar leña, ya fue tarde. Su padre era ya de piedra, se había convertido en los “Riscos del Cerro”, víctima de la obstinación, ceguera y desconfianza humana.

Desde entonces, en las noches de tormenta, cuando el trueno retumba entre las peñas, se escucha la voz de Garçón llamando a su hijo. Quien se acerque al cerro Santo, al amanecer, y mire hacia el castillo de Algarra, podrá distinguir la silueta de un coloso dormido, con una estera de esparto a modo de capa y un zurrón de mimbre a sus pies.

Justina sonrió al concluir el relato. Comprendió que no era ella el hilo conductor, sino la memoria colectiva, que revivía con cada palabra compartida. La plaza de Garcimolina, que tanto tiempo había estado silenciada, recuperaba su pulso. Las danzas marcaban el compás de unas manos que, al tejer, aprendían algo más que un oficio, entendían que, en cada punto, en cada historia, en cada cesto que nacía de sus dedos, latía el legado silencioso de Herminio. No el de las técnicas perfectas, sino el del valor de un hombre que, al final de sus días, supo que la verdadera herencia no se mide en riquezas, sino en los lazos que logramos tejer entre generaciones.

La herencia de Herminio

Los meses pasaban y Garcimolina se transformaba. Los jóvenes, guiados por Justina, habían devuelto el pulso a la comunidad. Las historias sobre Herminio y sus enseñanzas se habían vuelto parte esencial de su identidad.

«¿Y si hacemos un mercado donde todos podamos compartir lo que sabemos?».

Propuso Justina una tarde, mientras trenzaban mimbre bajo el olmo.

«Que los mayores enseñen el oficio de la pleita, y los niños muestren lo que han aprendido».

La idea entusiasmó a todos. Cuando llegó el día, la plaza se llenó de puestos donde se intercambiaban no solo objetos, sino conocimientos. Un anciano herrero explicaba su arte junto a niños que mostraban cestos recién terminados.

«Mirad, Herminio estaría orgulloso». — susurró Justina al ver la escena.

Con el tiempo, la celebración anual se convirtió en una tradición consolidada. Durante la fiesta principal, Justina narró la historia de Herminio frente a la hoguera.

«No se trata solo de recordar sino de mantener vivo su legado. Cada cesto que tejemos, cada historia que contamos, nos une». — explicó a los congregados.

Al final, presentaron el gran canasto que habían creado entre todos, símbolo de su trabajo conjunto. Las risas llenaban la plaza mientras las generaciones se mezclaban en un ambiente festivo.

Años después, Justina, ahora maestra artesana, observaba cómo nuevos niños aprendían el oficio. El sol de septiembre caía oblicuo sobre la era, y el olor a esparto recién humedecido llenaba el aire.

«La verdadera herencia no está en los objetos, sino en las manos que los crean y las historias que contienen». — pensó.

El gran cesto seguía en el centro de la plaza, como un altar de fibras trenzadas, recordatorio permanente de que las tradiciones bien vividas nunca mueren, sino que se renuevan con cada generación que las abraza.

«¿Y esto cómo se llama, maestra?» — preguntó Tomás, señalando una trenza de pleita de esparto, que aún no entendía.

«Es el alma del cesto, hijo. Si la haces floja, se desarma; si la haces tensa, se quiebra. Como la vida».

Los niños se miraron entre sí, sin entender del todo, pero con la intuición de que algo importante se les estaba diciendo.

«¿Y quién hizo el cesto grande?» — preguntó Lucía, con los ojos clavados en la pieza central de la plaza.

Justina sonrió, y su mirada se perdió en el horizonte.

«Lo hicimos entre todos. Pero fue tu bisabuelo quien empezó la base. Con manos torpes, sí, pero con el corazón firme. Cada vuelta de pleita lleva un nombre, una pena, una fiesta. Por eso no se tira y está aquí».

«¿Y cuándo nos toca a nosotros?» — dijo Diego, con la voz entre juego y promesa».

— «Ya os está tocando. Cada vez que preguntáis, cada vez que os mancháis las manos, cada vez que escucháis sin estar pendientes de la hora».

El viento movió las hojas del olmo, y el cesto pareció crujir, como si aprobara la escena.

Justina se levantó despacio, se sacudió el delantal, vació la faltriquera y dijo:

— «Vamos, que hoy toca aprender a coser sin que se note la costura. Eso también es arte».

Y los niños la siguieron, dejando atrás la plaza, pero llevándose consigo el rumor de las fibras y el eco de las historias que aún no sabían que estaban aprendiendo.

NOTA DEL AUTOR

Este capítulo funciona como un eje narrativo y simbólico de la novela. Más allá de avanzar la trama, su propósito es triple:

El Encendido de la Chispa

Se muestra el momento crucial en que el descontento juvenil se convierte en acción colectiva. Justina no impone una idea, sino que da voz a una nostalgia compartida y la transforma en un proyecto tangible: rescatar la memoria a través del trabajo y el rito. La resistencia inicial (encarnada en Martín) es parte esencial del proceso, legitimando la duda antes de llegar a la convicción.

La leyenda como espejo

La historia de Garçón el Alto no es un mero interludio folclórico. Es un mito fundacional que refleja, en clave fantástica, los temas centrales del capítulo y de la novela.

  • El malentendido y el prejuicio: La aldea condena al gigante por miedo, sin comprender su naturaleza bondadosa. Es un eco de cómo las tradiciones (el gigante) pueden ser rechazadas por las nuevas generaciones sin ser comprendidas en su profundidad.
  • La transmisión del conocimiento: Garçón enseña al niño pastor “el lenguaje de las piedras y las plantas”, igual que Herminio y los mayores enseñan el oficio del mimbre y el esparto. Es una paternidad espiritual.
  • La petrificación de lo vivo: Al sellar la cueva, los hombres no matan al gigante, lo inmovilizan en la piedra. Es una poderosa metáfora de lo que le sucede a una cultura cuando deja de transmitirse: se vuelve estática, un paisaje mudo.
    La narración de Tomás no solo entretiene; ofrece a los jóvenes (y al lector) una lente para entender su propia misión: evitar que su identidad se convierta en otro “risco” olvidado.

La teoría del cesto

Aquí se explicita la filosofía que subyace a toda la empresa de Justina. El trueque no es solo de bienes, sino de tiempo, atención y memoria. El gran cesto final es la materialización de esta idea: un objeto común, tejido por muchas manos, que se carga de significado colectivo y se convierte en un símbolo vivo. La herencia de Herminio no son sus técnicas perfectas, sino su legado de conexión: el saber que un oficio es un vehículo para crear comunidad.

El cierre del capítulo

Con Justina como maestra y una nueva generación de niños haciendo preguntas, completa el círculo. La “semilla” del principio ha germinado. La esperanza ya no es un rumor, sino un ritmo aprendido, una costura que se hace “sin que se note”, integrada en la vida diaria. La verdadera victoria no es el mercado o la fiesta, sino esa escena final: los niños que siguen a la maestra, llevándose consigo, sin saberlo aún, el “rumor de las fibras” del futuro.

En esencia, este capítulo es una celebración de la transmisión. Afirma que lo que nos salva del letargo no es volver al pasado, sino retejerlo con las hebras del presente, creando un patrón nuevo, fuerte y flexible como el mimbre: frágil en cada hebra, resistente en su conjunto.

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