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La herencia de las manos vivas:
— «¿Te acuerdas de Herminio?» — preguntó Justina mientras sus dedos danzaban entre el mimbre húmedo.
Faustino alzó la vista, sus ojos entrecerrados por el sol de la tarde.
— «¿Quién podría olvidarlo? Aquel hombre callado que nos enseñó que las manos hablan más que los labios». No vino con sermones, vino con paciencia.
Las calles de Garcimolina recuperaron su pulso. Donde antes solo se escuchaba el viento, ahora resonaban las risas de los niños y el runrún de los telares. La plaza, otrora vacía, volvió a ser el corazón del pueblo.
— «Mirad esto» — dijo Justina mostrando un cesto recién terminado.
— «No es solo mimbre trenzado». Es la memoria de Herminio hecho objeto.
— «¿Y si hacemos una escuela?» — propuso Justina en la reunión bajo el olmo centenario.
Donde los mayores enseñen lo que saben y los pequeños aprendan lo que éramos.
Faustino, el más anciano del lugar, asintió lentamente.
— «Que no se pierda el oficio de estas manos» — dijo mostrando sus palmas callosas.
— «El esparto y el mimbre tienen historias que contar».
Los jóvenes se organizaron en grupos. Mientras tejían, escuchaban relatos de antaño. Las manos trabajaban y los oídos aprendían.
— «Herminio decía que un pueblo se construye con paciencia, mimbre y esparto» — recordaba Justina a sus aprendices.
— «Hilo a hilo, como se teje la vida».
Bajo la sombra del olmo, don Faustino compartía sus recuerdos con un círculo de rostros jóvenes.
— «En las fiestas de la siega, bailábamos hasta que los pies no podían más» — sus ojos brillaban al evocar. Y el rabel y el laúd sonaban como si tuvieran alma propia.
— «¿Y cómo se bailaba?» — preguntó una niña de trenzas rubias.
— «¡Con el corazón!» — rio el anciano. Como si cada paso fuera el último.
Las nuevas creaciones artesanales comenzaron a adornar las fachadas. Cada puerta tenía su cesto, cada ventana su centro de mesa. Garcimolina se vestía de sus propias manos.

La fiesta del encuentro
Cuando llegó la celebración anual, el olmo presidió un espectáculo de color y alegría. Las mesas se cubrieron de pan recién horneado, embutido de la orza y quesos de la zona.
— «Este año hemos hecho capazos más resistentes» — anunció un joven con orgullo.
— «Y hemos recuperado las canciones de la abuela» — añadió una muchacha.
Los visitantes de pueblos vecinos miraban con asombro cómo la tradición cobraba vida ante sus ojos. Herminio, el peregrino silencioso, estaba en cada gesto, en cada tejido, en cada sonrisa.
El futuro se teje
Con los años, la fiesta creció hasta atraer a gente de comarcas lejanas. La plaza se convertía en un mercado vivo donde se intercambiaban saberes y objetos.
— «¿Y si llevamos nuestro arte a la feria comarcal?» — sugirió una de las jóvenes tejedoras.
Justina sonrió, viendo cómo la semilla había germinado. — Que vean que aquí no solo trabajamos el esparto y que tejemos comunidad.
Al caer la tarde, mientras el sol teñía de oro las fachadas, el gran cesto colectivo seguía en el centro de la plaza. Testigo silencioso de que algunas herencias, no se miden en monedas, sino en manos que mantienen viva la memoria.
— «Nunca pensé, contemplando el bullicio festivo» — murmuró Justina — que un hombre solo pudiera cambiar tanto, sin decir casi nada.
Faustino se acercó y puso una mano en su hombro.
— «No fue lo que dijo, mujer, fue lo que hizo y lo que nos enseñó a hacer».
Bajo el olmo, las generaciones se mezclaban en una danza que unía pasado y futuro, demostrando que la verdadera tradición no es conservar las cenizas, sino mantener encendido el fuego.

Bajo el olmo
El olmo no era sagrado, pero sí adalid y dirigente de todas las costumbres, casi un observador de lo cotidiano. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabían, allí se sentaban los viejos a escupir juicios, los mozos a medir fuerzas, las mozas a bordar sin mirar y cuchichear, y los niños a aprender sin querer, entre juegos.
— «Aquí nació tu abuelo» — le contaba un anciano a su nieto, señalando la copa.
— «Y aquí se despidió de tu bisabuelo, el día de su duelo».
— «El olmo lo ve todo, omnipresente y eterno».
No había fiesta ni entierro sin su sombra, si alguien nacía, se le mostraba el árbol, si alguien moría, se le velaba cerca en la capilla. No por creencias religiosas o por superstición, sino porque así se había hecho siempre, era la tradición oral de sus moradores.
El tronco, ancho y hueco, como tres hombres juntos, guardaba las cicatrices del tiempo, iniciales grabadas con cuchillo, quemaduras de teas, hendiduras de hachas. Cada generación le había dejado su marca.
— «Mi padre talló estas marcas de cruces, el día que se casó» — murmuraba uno.
— «Dijo que así nunca se olvidaría de volver» — pasando los dedos por la corteza.
Las ramas más bajas servían para colgar el pellejo del vino durante las fiestas, las altas, para atar los adornos y cintas en las festividades; y a que, los niños probaran su puntería lanzando piedras a los gurriotes.
Nadie lo llamaba “viejo olmo” por respeto, sino porque siempre lo había sido y por sabio.
— «Este árbol es más terco que mi suegro» — bromeaba un labriego.
— «Ni sequías, ni heladas lo doblegan».
Las mujeres observaban sus señales.
— «Si llora savia en marzo, habrá parto difícil».
Los hombres interpretaban sus cambios.
— «Si las hojas caen antes de San Miguel, el trigo saldrá flojo, al año que viene».
Un día, un joven pastor, cortó una rama sin consultar.
— «Es para hacerle una cuna a mi hijo» — explicó.
Esa noche no pudo dormir, dando vueltas en la cama.
— «No es castigo» — le dijo su madre.
— «Es el remordimiento que te roe las entrañas».
— «Haber utilizado un almud, hasta que sea un poco más mayor, que por las noches no le mandas ná».
Los días de pleita, cuando el esparto se convertía en capachos bajo sus ramas, las conversaciones fluían con el mismo ritmo que las manos.
— «Mi abuela decía que el olmo guarda los secretos» — comentaba una mujer mientras trenzaba.
— «Pues el mío sabe demasiado» — respondía otra, sonriendo.
Allí se hablaba de siembras y cosechas, de amores y desamores, de vidas que se entrelazaban como las fibras del esparto.
Sin sermones ni lecciones, el conocimiento pasaba de abuelos a nietos, de padres a hijos.
El olmo no enseñaba, pero tampoco olvidaba. Cuando faltaba alguien, su ausencia pesaba en el poyato vacío, cuando volvía un ausente, todos observaban cómo ocupaba su sitio.
— «Bienvenido, forastero» —dijo una vez el más viejo, a un hombre que llevaba años fuera.
— «Pero hasta que no te sientes como antes, no habrás vuelto de verdad».
Bajo el olmo, la vida no era regalada, pero sí, ardua y seria. No se vivía por gusto, ni por gloria, ni por promesa del cielo. Se vivía, porque había que hacerlo, ya que el trigo no se sembraba solo, porque el frío no perdonaba, y porque los hijos pedían pan sin saber de milagros. El olmo no daba sombra por compasión, sino porque estaba allí, como estaba el hambre, el barro, el trabajo o la guerra contra el moro o el deber de seguir…
Era razón de estar vivos. No había escuela ni pergamino o documento, pero bajo ese tronco se aprendía lo que importaba, la esencia, cuándo callar, cuándo ayudar, cuándo desconfiar. Allí se contaban las muertes propias y ajenas, se repartían las tareas, se mascaban los silencios, incluso se urdían alianzas o tramas. El que no entendía el ritmo del olmo, no entendía el ritmo de la granja.
En un mundo donde todo cambia y a una velocidad desbocada, esa certeza bastaba. Las estaciones se volvían traicioneras, los señores cambiaban de escudo, los senderos se borraban con cada tormenta y los salteadores merodeaban los caminos. Pero el olmo seguía, no como si fuera eterno, sino porque nadie se atrevía a imaginar el caserío sin él. Bastaba con saber que, al volver de la era, del monte o del castigo, el olmo estaría allí, impertérrito y majestuoso. No para consolar, sino para recordar que la vida era eso, dura, repetida, y en mejor de los casos, compartida.