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LA MEMORIA VIVA DE GARCIMOLINA
Jerónimo y Garcimolina. Detrás de la historia de cada pueblo late el corazón de sus gentes. Esta entrevista no es solo un recorrido por los recuerdos de Jerónimo, un hijo de Garcimolina, sino un necesario homenaje a la ética del trabajo bien hecho, a la lealtad y a una generación que entendió el compromiso como un servicio desinteresado a su comunidad.
A lo largo de estas páginas, Jerónimo nos abre su álbum de vivencias con una sinceridad conmovedora. Desde los inviernos blancos de su infancia hasta la emigración a Barcelona, su relato está tejido con los hilos de la austeridad, el esfuerzo y un amor profundo por sus raíces. Pero es, quizás, en el capítulo dedicado a las fiestas patronales donde su testimonio cobra una dimensión especial. Durante dos décadas, dedicó su tiempo, su ingenio y su ilusión a construir alegría para todos. Desde lo más tangible —subido a una escalera para asegurar que hubiera luz y música— hasta lo más complejo —la gestión escrupulosamente transparente de una economía que hoy nos parece ejemplar—, su labor fue un ejercicio constante de altruismo.
Esta introducción quiere ser, por encima de todo, un acto de justicia y agradecimiento. La historia de Jerónimo con la Comisión de Fiestas tuvo un capítulo amargo, marcado por la incomprensión y la deslealtad de unos pocos. Sin embargo, el tiempo, testigo de la verdad, terminó por aclarar los hechos y restituir su honor. Su experiencia nos recuerda el inmenso valor de la integridad personal: esa cualidad que le permitió, incluso en los momentos más difíciles, mantenerse en paz con su conciencia, sabiendo que había obrado correctamente.
Al publicar esta conversación, Garcimolina no solo rescata un pedazo valioso de su memoria colectiva, sino que reconoce y abraza públicamente a uno de sus guardianes más fieles. Que estas palabras sirvan como un sincero desagravio y, sobre todo, como un reconocimiento perdurable a una vida de buena voluntad y entrega impecable. La luz que Jerónimo ayudó a encender en su pueblo brilla hoy, más que nunca, con la claridad de quien ha sido fiel a sí mismo y a los suyos.

ENTREVISTA A JERÓNIMO
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¿Podrías hablarme sobre tu infancia y los recuerdos más importantes de esa época?
- Desde mi infancia, conservo recuerdos que reflejan una vida sencilla y profundamente vinculada a las tradiciones rurales y familiares.
- Uno de los símbolos afectivos de aquella época era el hornazo —también conocido como mona de Pascua—, un pan tradicional que mi madrina me regalaba, adornado con huevos duros y longaniza.
- Las fiestas también ocupaban un lugar especial. La víspera de Reyes Magos, con mi padre, preparábamos cebada en las caballerizas para los caballos de Sus Majestades. Era una noche cargada de ilusión. Al día siguiente, recibíamos regalos sencillos provenientes del pueblo: nueces, caramelos, chocolate y algunas monedas de poco valor, entonces llamadas perras chicas. (Perra chica = 5 cts. Perra gorda = 10 cts. de peseta).
- Los inviernos solían ser blancos. Recuerdo cómo la nieve cubría las calles y cómo jugábamos dibujando siluetas en ella.
- La relación con la tierra y sus frutos era directa: los tomates que comíamos no procedían de mercados lejanos —criábamos los nuestros en una tierra arenosa—, y la sal la íbamos a buscar a Salinas del Manzano.
- El trueque también formaba parte de la economía local: intercambiábamos hongos por aceite en Santa Cruz de Moya y, en temporada, vendíamos azafrán.
- Mi abuela Matea, con su sabiduría ancestral, me pedía que le trajera agua del Tornajillo, pues decía que era de mejor calidad.
- Uno de los eventos más esperados era la fiesta de Santerón, donde se reunían los cuatro pueblos de la comarca: Algarra, Garcimolina, Salvacañete y Vallanca. Íbamos en caballerías, cargados con nuestras mantas de pastor. Buscábamos algo de sombra para comer y, después, bailar al son de la dulzaina —una flauta acompañada de tambor— en un ambiente de comunidad y celebración.
- Permanecí en el pueblo estudiando hasta los quince años, uno más de lo permitido en la escuela. Fue don Pedro, el maestro, quien habló con mi padre para recomendarme el ingreso en una escuela profesional.
- Finalmente, como tantos otros jóvenes de la época, emigré a Barcelona durante la gran ola migratoria. La razón era clara: en el pueblo no había oportunidades, y el porvenir parecía estar en otro lugar.
- Estos recuerdos no son solo anécdotas, sino el reflejo de un modo de vida marcado por la austeridad, el esfuerzo y los lazos comunitarios, valores que forjaron mi carácter y mi visión del mundo.
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¿A qué edad emigraste y dónde?
- Emigré a Barcelona a los dieciséis años. Inicialmente, nos alojamos en casa de mi tía Elisa, en la calle Farigola. Poco después, nos trasladamos con mis padres y mi hermana Berta al barrio de Sants, donde vivimos en la calle Pavía.
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¿Cuál fue tu primera experiencia laboral y qué aprendizajes obtuviste de ella?
- Mi primera experiencia laboral tuvo lugar en la empresa INDESME, donde trabajé como calderero industrial. Fue allí donde, además de adquirir los fundamentos del oficio, entré en contacto con quienes tiempo después se convertirían en mi suegro y mi cuñado, ambos torneros en el mismo taller. A través de ellos conocí a mi esposa, Antonia Cornet, quien en aquel entonces residía en el barrio de La Bonanova.
- Más allá de lo estrictamente profesional, ese periodo también estuvo marcado por una intensa vida social. Organizábamos fiestas en casa de amigos —los populares guateques—, donde bailábamos canciones con la Alejandra Murciano en la calle Pavía. Aquella costumbre de reunirnos, celebrar y bailar se mantuvo con el tiempo; de hecho, nunca he dejado de bailar.
- De esta etapa guardo aprendizajes valiosos: la importancia del esfuerzo en el trabajo, el valor de las relaciones humanas y cómo los espacios de convivencia —ya sea en la fábrica o en una reunión de amigos— forjan lazos que perduran toda la vida.
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¿Cuáles fueron los momentos más significativos en tu vida adulta, como emigrar, casarte, tener hijos, etc.?
- Si tuviera que quedarme con un momento, sin duda sería cuando me casé. ¡Qué tiempos aquellos! Mi suegro, nos llevaba en su moto con sidecar, llevando a María Antonia de paseo como un señor. Las mejores quedadas eran con ella en los jardincillos de Gracia. ¿Sabes? Había una cosa muy curiosa: un cristal por allí que, al ponerle la mano encima, se encendía una musiquita. Me parecía lo más bonito del mundo.
- La boda fue preciosa. Nos casamos en esa iglesia de la Gran Vía, ¿la conoces? La que está cerca de la plaza Monumental. Y de padrino, Eugenio, que es el primo de mi mujer y un grande.
- Luego, con los años, vinieron las niñas. Ya vivíamos por entonces en la calle Farigola, y nacieron en el Vall d’Hebron. ¡Qué ilusión me hizo ser padre, no te imaginas! Y la vida da tantas vueltas… Cuando mi hija Sara me dijo: «Papá, vas a ser abuelo», me volvió a entrar esa alegría tremenda, la misma de cuando era joven.
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¿Cuál fue tu ocupación principal durante tu vida laboral y qué lecciones cruciales aprendiste de esa experiencia?
- Mi oficio durante toda mi vida laboral fue el de calderero industrial. A los 31 años entré a trabajar en SEAT, donde estuve 35 años hasta que me jubilé.
- Mis tareas consistían en producir, mantener y reparar todo tipo de equipos del sector: desde mecanizados, corte de chapa y tuberías, hasta la construcción de plantillas, soportes, estructuras, calderas, tanques y depósitos. Trabajaba siempre con máquinas de soldar, por culpa de las cuales acabé perdiendo la audición (hipoacusia). Tenía mi propio banco de trabajo con mis herramientas y también me dedicaba a diseñar estructuras.
- Era un trabajo que me daba mucha libertad dentro de la fábrica. Estaba contento de poder moverme por todas las partes, no como en una cadena de montaje. Siempre había proyectos nuevos y mantenimiento de los que ya existían. Era feliz en mi trabajo y me llevaba bien con todos los compañeros; incluso hice buenos amigos, como Casimiro Castilla.
- Estuve afiliado a Comisiones Obreras (CC. OO.) hasta que me jubilé. Gracias a las luchas laborales, conseguimos mejoras para los trabajadores. Siempre me ha gustado la política de izquierdas; incluso durante el franquismo ya estaba afiliado a Comisiones. También fui militante de Bandera Roja y de la LCR (Liga Comunista Revolucionaria). Y luego, con la democracia, siempre he sido simpatizante de Izquierda Unida y del sindicato de Comisiones Obreras.
- Hice un curso de formación en la calle Industria, donde conseguí el título de Graduado Escolar (EGB). Esos estudios me ayudaron a ascender en la empresa, pues me presentaba a los exámenes y los aprobaba, hasta que llegué a ser oficial de primera especial, como calderero industrial en SEAT.
- Recuerdo con especial cariño esa época de estudio. Volvía del trabajo y me ponía con matemáticas, lengua, historia, geografía… Y me hace mucha ilusión recordar el pastel de cabello de ángel, que compraba al salir de clase en la Monserratina y que llevaba a casa feliz.
- Cuando anunciaron el cierre de la fábrica de la Zona Franca, nos movilizamos, pero al final la cerraron. Abrieron la nueva planta de SEAT en Martorell, y yo, como calderero, me trasladé a trabajar allí y después me vine a vivir.
- Hoy en día sigo viendo y hablando con compañeros de la fábrica, como Luzón, que era un gran mecánico. También veo a mi amigo Fernando y a su mujer, María Luisa, con los que siempre trabajé muy a gusto. Otros, lamentablemente, ya nos han dejado para siempre.
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¿Con qué asiduidad volvías a Garcimolina?
- Recuerdo como si fuera ayer nuestro primer viaje al pueblo en aquel SEAT 600, uno de los primeros utilitarios que circulaban por España. Íbamos todos apretados, pero felices, los seis: mi mujer, los abuelos, con las niñas, (nuestra hija mayor de tres años, y la pequeña, que apenas tenía tres meses), y yo. Los primeros veranos dormíamos unos días en casa de Ramón, y al año siguiente repetíamos la escapada, esta vez alojándonos con Elvira y Abel.
- Con el tiempo, mi madre llegó a un acuerdo con sus hermanos de Madrid, y fue así como aquella casa familiar pasó a ser nuestra casa de veraneo. Desde entonces, las vacaciones han sido una oportunidad para arreglarla poco a poco, mimarla y convertirla en el refugio que sigue siendo hoy, y que espero que siga siéndolo por mucho tiempo.
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¿Cómo has visto evolucionar el pueblo a lo largo de tu vida?
- Por ejemplo, temas como el agua, la electricidad o la pavimentación de las calles los gestionábamos entre todos. El agua que descendía desde el manantial de la Peña El Pardo, la canalizamos nosotros mismos: instalamos cañerías, construimos depósitos, y así logramos abastecer las casas de agua durante años. Yo me encargaba personalmente de regular el flujo de agua: cerraba el suministro por la noche y le daba paso al amanecer, para asegurar que no faltara durante el día.
- Los domingos nos reuníamos en el bar de José y Cecilia, siempre con la estufa encendida, y allí nos organizábamos. Hablábamos de cómo mejorar el abastecimiento de agua, el alcantarillado, el estado de las calles… todo lo que hiciera falta. Ismael, como alcalde, hizo muchísimo por el pueblo. “Mucho, mucho, mucho”, como decíamos todos.

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¿Qué cambios le han llamado la atención?
- Cuando era pequeño, en el Pozanco estaba la fábrica de la luz. En casa apenas teníamos una bombilla de baja intensidad en la cocina, pero con el tiempo conseguimos algo que me sigue emocionando: poner luces en las calles. Aunque ya no vivíamos en el pueblo, íbamos desde Barcelona con la intención de ayudar siempre que podíamos.
- También quería contaros que, cuando era niño y vivía en el pueblo, mi familia tenía un posadero en Landete. El nuestro era el tío Germán. Cada vez que íbamos allí —que para nosotros era como la capital de la Sierra— él nos preparaba la cama, aunque fuera de paja. Durante unos años, había muchos medios en Landete. Incluso en el pueblo, Lidia abrió una tienda. Hoy en día, sin embargo, seguimos comprando fuera, porque muchas casas han cambiado.
- De todos esos cambios, hay algunos que me han llamado especialmente la atención. La plaza, por ejemplo, está muy bien arreglada. Y pienso que el pueblo ha sabido mantener su urbanismo con mucho acierto: todo está ordenado, las calles son bonitas, las casas bien situadas. Se ha respetado mucho la estructura original y eso me parece admirable.
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¿Tienes alguna anécdota o historia interesante que te gustaría compartir sobre tu vida en el pueblo?
- ¡Ah, que me acordé este verano, de una cosa que me pasó de pequeño! Iba yo con mi padre, estábamos trillando en las eras del Villar, y de pronto… se me fue el pie y caí redondo al suelo de la era. ¡Y el trillo, con todas aquellas púas de pedernal, me pasó por encima! Menudo susto, ¿verdad? Pero la suerte que tuve… Caí justo en un surco, como una acequia, y al ser tan chico, me hice un ovillo allí mismo. Solo veía cómo las púas del trillo me rozaban la ropa al pasar. Al final, por suerte, no fueron más que unos raspones y moratones.
- Pero, ¡ay, mi pobre padre!… ese sí que se llevó un susto de muerte. Y con mi madre en Madrid trabajando, la preocupación fue doble, claro. Gracias a Dios, no tuvo consecuencias graves, y hoy lo recuerdo como si fuera una película antigua que vi.
- Pero lo que verdaderamente he apreciado siempre ha sido el baile. Alejandra Murciano, fue la que me enseñó los primeros pasos. Ya lo he dicho otras veces. Luego, ya me espabilé yo solito. ¡Y cómo bailaba el tío Alejandro Murciano! Yo no le perdía pisada, me pasaba horas mirándolo. Con quien mejor me salía el baile era con Pili, la molinera. En el pueblo, las cosas iban viento en popa… bueno, es una expresión, no estaba tan mal hasta que finalmente me trasladé a Barcelona. Y fue en este lugar donde tuve el placer de conocer a María Antonia, y desde aquel día no hemos cesado de bailar juntos. Me operaron del pie y todavía me da guerra, pero ¡el ritmo lo llevo dentro, eso no me lo quita nadie!
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¿Qué pasatiempos, intereses o hobbies ha tenido a lo largo de los años?
- He disfrutado enormemente arreglando cada una de mis casas. La de la calle Farigola, donde hoy vive mi hija Gloria; la torre con mis suegros, donde hacíamos de albañiles, cuidábamos el huerto y el jardín, y pasábamos tantos fines de semana en familia. El piso de Martorell, donde vivo con mi mujer, lo he dejado muy confortable. También arreglamos la casa que compramos en Mallorca, María Antonia y yo, que, con la ayuda, el trabajo y la colaboración de buenos amigos, ha quedado preciosa y en un lugar maravilloso. Y, sobre todo, he disfrutado de poder arreglar la casa del pueblo.
- Me he entretenido mucho haciendo de fontanero, albañil, electricista, carpintero, forjador, etcétera. Un gran hobby que siempre he tenido es hacer puzles de hasta 10.000 piezas. Tengo uno en Garcimolina, que hicimos con muchos niños y niñas del pueblo; ellos venían a casa, expresamente, a poner algunas piezas en ese puzle, de un paisaje de los Pirineos.
- Durante la vida me ha gustado mucho leer, cada día leía el periódico, me gustaba «El País». También he leído muchos libros, el que más veces me he leído es «La casa de los espíritus de Isabel Allende», aún hoy lo releo a ratos.
- Además, siempre he disfrutado caminando, ya sea por el monte, en Barcelona, en la ciudad, en Martorell. Un gran interés que tuve en mi jubilación fue cultivar un huerto, dedicaba muchas horas y me ofrecían muchas frutas. Estaba al aire libre y me relacionaba con gente de Martorell.
- Pero lo que más me ha gustado siempre es bailar, ya sean las fiestas del pueblo del barrio, en los Guateques, en la casa de Cuenca, en el IMSERSO, en el Progrés…, allí donde haya baile, soy feliz, me gusta. Me gusta mucho la música y me hace mover el cuerpo. Bailo vals, el rock, la bachata, salsa, pasodoble, rumba, en línea, etcétera. Con los años he ido perfeccionando, aprendiendo y disfrutando. Este verano, sin ir más lejos, estuve bailando en la plaza del pueblo el día del farolillo.
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¿Cuál consideras que ha sido tu logro más grande en la vida?
- Sin dudarlo, el logro más grande de mi vida, ha sido ¡dejar de fumar! Tenía 40 años cuando, tras ver a mucha gente afectada por el tabaco en el Park Güell, tomé una decisión en la salida del parque. Esa misma tarde tiré mi último cigarrillo al suelo, y desde ese momento, nunca más he vuelto a fumar. Me dije a mí mismo: «Si mis amigos pudieron dejarlo, yo también lo conseguiré». Para lograrlo, empecé a comer muchas peladillas y a morder palillos. También me puse a leer mucho y a hacer gimnasia. Con el dinero que ahorraba al no fumar, a menudo compraba regalos y flores para mis hijas, algo que a ellas les hacía muy felices.
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¿Cómo has enfrentado los desafíos y las adversidades a lo largo de los años?
- El gran desafío de mi vida fue venir de joven a Barcelona, pero de eso ya hemos hablado antes.
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¿Qué consejos o lecciones has aprendido que te gustaría transmitir a las generaciones más jóvenes?
- A la juventud le diría que es muy importante bailar, y que la música también lo es. La vida me ha sido agradecida. Una de mis grandes ilusiones fue, al venir a vivir a Martorell, montar la asociación de vecinos y vecinas (AAVV) en mi barrio del Torrent de Llops. Allí aún me quieren mucho y me lo demuestran cada vez que nos vemos.
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¿Qué ha representado para ti tu pueblo?
Garcimolina representa para mí el recuerdo de muchas cosas de mi vida. Cómo bajábamos a Landete, la capital de la Sierra, en macho. El animal paraba a descansar en el corral de la Pacheca, donde mi familia tenía amistades. Yo me llevaba muy bien con mi abuela Matea, que tenía mucho genio; aunque casi siempre pensábamos de forma diferente, ella me quería mucho. Asimismo, quería mucho a mi prima Pilar y a Nemesio. No era fácil vivir allí, pero me lo pasé muy bien en el pueblo. Todos los años iba con mi mujer desde Barcelona y sentí mucho la falta de mi tía Perpetua cuando falleció. Nos queríamos mucho; ella no había tenido hijos y siempre me trató de una forma especial, con cariño y cuidado.
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¿Cómo y quién organizaba las fiestas?
- Durante veinte años, mi generación se encargó de organizar las fiestas de agosto en Garcimolina. Fue una etapa en la que, además de trabajar con mucha seriedad, lo pasamos enormemente bien. La Comisión de Fiestas estuvo formada por muchas personas a lo largo de ese tiempo. Entre otros, recuerdo a Cesario y Lucía, Jerónimo y María Antonia, Crescencio y Nati, Daniel y Emelina, Abel y Elvira (aunque ellos solo estuvieron un año), Amador y Concha, Julio y Eli, Arturo y José, y Victorino y Mari. La verdad es que fueron unos años maravillosos.
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¿Qué misión/es has llegado a hacer, durante las mismas?
- Intentaré ser breve, aunque han sido muchos años de implicación y son muchas las tareas en las que participé.
- Electricidad y sonido:Mi papel más característico era encargarme de la electricidad. Siempre estaba subido a una escalera, manipulando las cajas de luces para que todo el pueblo tuviera sonido e iluminación para las orquestas y los actos.
- Decoración y logística:También colgábamos banderitas que decoraban las calles, montábamos los escenarios (llegamos a soldarlos y diseñarlos nosotros mismos) y contratábamos a los grupos musicales. Uno de nuestros mayores orgullos fue traer a los Wacual, una gran orquesta de la época. La comisión que nos siguió, con Florencio e Isidra, trajo después a los Diamond, que también atrajo a mucha gente de pueblos vecinos.
- Aprovisionamiento:Entre todos comprábamos el vino, sobaos, bebidas, chocolate y todo lo necesario para las celebraciones. ¡Ah! Y no olvidemos los trofeos de los campeonatos, que cada año intentábamos que fueran atractivos y distintivos.
- Juegos infantiles:Yo impulsé los juegos infantiles, que al principio consistían en carreras de sacos, de bicicletas y pruebas básicas de atletismo. Contamos con la ayuda de un cura joven, don Jesús, que se implicó mucho, aunque lo trasladaron pronto del pueblo. Me alegra saber que una de nuestras iniciativas, el baile del farolillo, se sigue celebrando hoy.
- Quisiera hablar también de una de las misiones más difíciles: la gestión de la lotería y las cuentas. Durante 20 años, José Murciano y yo mantuvimos una cuenta corriente donde ingresábamos los beneficios de las fiestas. Llegamos a ahorrar 18.000 euros. Gran parte de ese dinero provenía de la venta de participaciones de lotería. La comisión compraba los décimos, imprimía las papeletas y las distribuía entre los vecinos para que las vendieran. Personas como Victoriano Argudo vendían muchísimo, incluso en Barcelona o Valencia. Siempre estábamos ahorrando; incluso poníamos el dinero a plazo fijo.
- Cada verano, publicábamos las cuentas detalladas con todos los gastos e ingresos y las colgábamos en el bar de José para que todo el mundo pudiera consultarlas.
- Con el tiempo, una nueva comisión, con gente más joven e ideas diferentes, tomó el relevo. Para mi pesar, nunca me consultaron nada y me exigieron que les entregara los 18.000 € ahorrados. Tras su insistencia, les ingresé el dinero en la cuenta que me indicaron. Sin embargo, uno de ellos se quedó con el dinero y mintió a sus compañeros, acusándome a mí, Jerónimo, de habérmelo quedado. Después de tantos años de trabajo, aquello dio pie a rumores y malentendidos en el pueblo, y mucha gente me trató mal. Coincidió con que me compré una casa en Mallorca y pasaba allí los veranos con mi familia. Aquella situación nos dolió mucho.
- Como dice el refrán, «antes se coge a un mentiroso que a un cojo». Años después, una nueva comisión en la que estaba Miguel Ángel me ayudó a aclarar todo. Descubrimos al verdadero culpable y en qué cuenta había ido a parar el dinero. Aquella comisión anterior, nunca publicó las cuentas cómo nosotros hacíamos, y organizaron las fiestas con barra libre para ellos y sus amigos, sin considerar la música para los mayores.
- Por todo ello, me desentendí de las fiestas durante muchos años. Hoy, una vez aclarado el asunto, vuelvo a disfrutar de las fiestas de agosto en mi pueblo y participo en la medida que puedo. Yo siempre he estado en paz con mi conciencia, sabiendo la verdad de mis actos, aunque en un pueblo pequeño los malentendidos pueden durar mucho tiempo.
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¿Qué recuerdos tienes de ellas?
- Fueron muy buenos tiempos. Recuerdo con especial cariño la emoción de traer a los Wacual, estrenar el escenario nuevo, organizar los juegos para los niños y la caridad en el Pozanco. También me vienen a la memoria las discusiones divertidas sobre cómo colgar las banderitas, el sonido de los cohetes… En definitiva, era una época de mucha ilusión y compañerismo.
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¿Quiénes eran tus compañeros de andadura?
- Como ya he mencionado, fueron muchas las personas que formaron parte de esta aventura. Todos ellos eran gente trabajadora, ilusionada y comprometida con el pueblo. De todos, quiero hacer una mención especial a dos: a Cesario, un gran amigo desde la infancia, a quien aprecio muchísimo y con quien mantengo una amistad que perdura hoy, y a mi compañera María Antonia, que siempre estuvo a mi lado en todo momento.
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¿Hipotéticamente, volverías a hacerlas?
- «Sí, sin duda volvería a hacerlo». Aunque al final hubo un capítulo muy doloroso por la deslealtad de unos pocos y las acusaciones injustas, los veinte años anteriores fueron una etapa maravillosa de mi vida.
- Volvería por la ilusión de ver el pueblo lleno de luz y música, por la camaradería con compañeros como Cesario, Crescencio y, por supuesto, mi mujer María Antonia. Volvería por la satisfacción de ver a los niños disfrutar en los juegos que organicé, por la emoción de traer a una orquesta como los Wacual y por el orgullo de saber que trabajamos con una transparencia absoluta, publicando las cuentas para todo el pueblo.
- Fueron años de mucho esfuerzo, pero también de mucha diversión y entrega. El trabajo desinteresado por la comunidad y la alegría que lográbamos construir entre todos es algo que mereció completamente la pena. A pesar de lo que vino después, que el tiempo se encargó de aclarar, la balanza se inclina claramente hacia el lado positivo. «La recompensa de ver feliz a tu pueblo no tiene precio».
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¿Te gustaría hacer público algún comentario, idea o sugerencia, que sea importante para ti y que te haga sentir bien?
- Me gustaría añadir una cosa más. Hoy tengo un perrito que, aunque es muy pequeñito, me quiere mucho y yo le quiero un montón a él. Le llamo Pitufo, pero le dicen Jero. Mis compañeros de la SEAT siempre me han llamado así, que ha sido mi alias.
- También es obligatorio reconocer que nos lo hemos pasado muy bien, María Antonia y yo, en el pueblo.
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¿Desearías añadir algo más?
- Bueno, ¡qué conste que no quiero hacerme protagonista!
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¿Estás conforme a que esta entrevista, se haga pública en la web de Garcimolina?
- Sí, gracias, de acuerdo. ¡Vosotros habéis querido hacerme esta bonita entrevista que me ha hecho muy feliz!
RESUMEN GENERAL DE LA ENTREVISTA
JERÓNIMO: LA MEMORIA VIVA DE GARCIMOLINA
Detrás de la historia de cada pueblo late el corazón de sus gentes. Jerónimo, hijo de Garcimolina, nos abre su álbum de vivencias con una sinceridad conmovedora. Desde los inviernos blancos de su infancia hasta la emigración a Barcelona, su relato está tejido con los hilos de la austeridad, el esfuerzo y un amor profundo por sus raíces.
Infancia y emigración.
Jerónimo recuerda una vida sencilla, vinculada a las tradiciones rurales: el hornazo que le regalaba su madrina, las ilusionadas noches de Reyes, los inviernos nevados y el trueque como forma de vida. A los 16 años emigró a Barcelona, como muchos otros jóvenes de la época, en busca de oportunidades. Allí trabajó como calderero industrial en INDESME y luego en SEAT, donde permaneció 35 años hasta su jubilación.
Vida en Barcelona y familia
Fue en la ciudad de Barcelona, donde conoció a su esposa, María Antonia, con quien compartió —y comparte— una gran pasión por el baile. Juntos formaron una familia y criaron a sus hijas, viviendo en distintos barrios como Sants y la calle Farigola. Jerónimo recuerda con especial cariño su boda y la alegría de ser padre y, después, abuelo.
El vínculo con el pueblo.
Aunque la vida lo llevó lejos, Garcimolina siempre estuvo presente. Durante años, veraneó con su familia en el pueblo, arreglando poco a poco la casa familiar. Participó activamente en la vida comunitaria, colaborando en la canalización del agua, la instalación de la luz y la mejora de las calles. Pero, sin duda, su mayor aportación fue su trabajo en la Comisión de Fiestas durante 20 años.
20 años de fiestas y comunidad.
Encargado de la electricidad, el sonido y la decoración, Jerónimo vivió con intensidad la organización de las fiestas de agosto. Junto a compañeros como Cesario, Lucía, Crescencio y su esposa María Antonia, trajo orquestas como los Wacual, impulsó los juegos infantiles y gestionó con transparencia las cuentas, llegando a ahorrar 18.000 € para el pueblo. Años después, vivió una etapa amarga debido a un malentendido sobre ese dinero, pero el tiempo —y una nueva comisión— aclararon la verdad, restituyendo su honor.
Reflexiones y legado.
A sus años, Jerónimo valora especialmente haber dejado de fumar, su afición por los puzles, la lectura —con La casa de los espíritus como libro favorito—, el baile y el cuidado de sus casas. A los jóvenes les transmite un consejo sencillo y sentido: “Es muy importante bailar, y la música también lo es”. Hoy, con la serenidad de quien ha vivido con honestidad, Jerónimo sigue disfrutando de las fiestas del pueblo, de su perrito Pitufo —al que llama cariñosamente Jero— y de los paseos con su mujer. Su historia no es solo un recorrido personal, sino un homenaje a una generación que entendió el compromiso como un servicio desinteresado a su comunidad.
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